En febrero pasado, la cineasta Agnès Varda visitó el Festival de Berlín, donde recibió un premio honorífico y presentó el que a la postre sería su testamento cinematográfico, Varda por Agnès, un documental en forma de humilde charla informal en el que pasaba revista a sus películas y resolvía asuntos sobre su trayectoria profesional y personal. Ahora se estrena en salas este largometraje en el que la cineasta da una masterclass de andar por casa, sin ruido, demostrando que existen otras maneras de ser un autor sin poner el foco en su persona, sino en su obra.
Figura mítica de la Nouvelle Vague y una de las realizadoras más influyentes de los últimos tiempos, en su último film se trataba de hacer recuento de una dilatada trayectoria guiada por una curiosidad hacia su entorno y por la voluntad de renovar los a veces anticuados códigos del cine, lo que siempre la llevó a difuminar la frontera entre ficción y documental, algo tan en boga en los últimos tiempos. Muy lejos queda ya La Pointe Courte (1954), su primera película, rodada en Sète de forma artesanal y con un presupuesto casi inexistente. Alternando las narraciones locales con el diálogo de una pareja en crisis, el film anticipó la Nouvelle Vague, ya que fue filmada cinco años antes de Los cuatrocientos golpes (1959) o de Al final de la escapada (1960), en una época en la que Truffaut y Godard todavía se dedicaban a la crítica de cine. Con aquella película tan libre y original, la joven directora aspiraba a adaptar al cine “las revoluciones literarias” de Brecht o de Faulkner, rompiendo la narración clásica y persiguiendo un tono objetivo y subjetivo que dejaba al espectador la libertad de juzgar y participar.