por Verónica Garcés
El impacto que en 1978 provocó la película vuelve, por sorpresa, a llenar las salas y eso nos cautiva y nos alienta a muchos de nosotros a retomar la confianza en un género, el terror, que perdió su inocencia hace ya tiempo. Para aquellos despistados que piensen que han de ver antes la película original, eso no es necesario, pues la sutileza con la que está escrito el guión nos permite conocer los antecedentes del relato. Ahora, no cabe duda que la nueva película bebe de las fuentes del primer Halloween y lo hace con todo el respeto a la historia, a sus personajes y al mito que, con los años, ha calado en tantas generaciones. La mano del maestro John Carpenter en la producción es palpable desde el primer momento, con la magistral secuencia como preámbulo a los créditos, cuando los periodistas acuden al patio del recinto donde, encadenado, permanece inmutable Myers, mientras el resto de los presos empiezan a rugir más allá de su locura como desencadenante a un hecho crucial que no desvelaremos. Ya, desde este arranque, prometedor por espeluznante, sumado a los créditos iniciales que hacen su aparición junto a la partitura original, el espectador, sobrecogido, sabe que se halla en un terreno que conoce y parece controlar pero que, afortunadamente, abre paso a un camino incierto, oscuro, siniestro y terrorífico que nos mantiene en vilo durante todo el metraje.
El film, un homenaje delicioso a las películas de terror ochentenas bajo el prisma de la actualidad, es también la esperada vuelta de Jamie Lee Curtis como Laurie, resurgiendo cual heroína tras un largo letargo. Aunque de primeras nos confunde y se nos muestra como un personaje trastornado y vulnerable, cuya vida ha quedado mutilada tras la trágica experiencia del pasado, lastrando también a su hija y a su nieta, resulta conmovedor cómo, cuando vuelve a despertar el monstruo y a toparse con él, ella también despierta a sus secuelas psicológicas de la adolescencia, y lo hace con una voluntad y determinación que, a cada rato, nos sorprende y hasta nos divierte comprobando el búnker en que ha convertido su casa.
Es un privilegio ver de nuevo a Laurie cuarenta años después y conocer a su familia a través de las relaciones materno filiares que en esta secuela cobran mucho peso en la cotidianidad de sus personajes (atención a Allyson que toma el testigo de su abuela convirtiéndose en la nueva reina del grito) enriqueciendo el conjunto del discurso más allá de los códigos del género de terror, perfectamente acoplados en esta nueva entrega.
Esconder el rostro del mal absoluto y convertirlo en una abstracción (de una sociedad muy perdida, metáfora quizá de la violencia humana que se oculta en ella) es probablemente la finalidad de la máscara de Michael Myers que John Carpenter creara en su relato original, convirtiéndose en referente para tantos films posteriores que le deben todo al icónico film. Aquí también sentimos cómo ese mal gana presencia, resultando perturbador la inexpresividad y frialdad de esa máscara, y en contra de lo que, a priori, pudiera parecernos ya cansino hasta la saciedad, aquí se torna como algo inédito, con ese miedo, casi primitivo, que nos provoca la silueta de Myers acechando en cada esquina es otro reclamo para ver la película. Además, nos damos cuenta que la interdependencia entre víctima y verdugo ha crecido a lo largo de todos estos años hasta llegar, en esta secuela, a su propósito inicial y saciar en Laurie sus ansias de venganza. Deseos primarios que alcanzarán también al Doctor Sartain ¿nuevo Dr Loomis? en su intento por descifrar el origen del Mal buceando a lo más profundo de la psique en uno de los giros más brutales de la trama.