por Alessandro Soler
Las grandes películas de espionaje están protagonizadas, a menudo, por machotes alfa inquebrantables. Las mejores películas -cualquiera que sea su género-, por personajes más complejos, en sus dudas e inseguridades. El rehén, que apuesta por un personaje supuestamente complejo en una trama de espías, terrorismo y traiciones de alto rango, no logra estar ni entre unas ni otras. Algo le falla.
Quizá sean la dirección y la narrativa excesivamente conservadoras, poco sorprendentes, de Brad Anderson, anteriormente halagado por filmes como El maquinista o Session 9. Quizá la débil actuación del guaperas Jon Hamm (de la serie Mad Men). O quizá, más bien, un perezoso guión de Tony Gilroy (Pactar con el diablo, tetralogía “Bourne”) que hace demasiadas concesiones a clichés. Aunque no todo son penas. La cinta tiene sus méritos.
El argumento puede sintetizarse así: Mason Skiles (Hamm), un estancado abogado mediador de conflictos laborales, es llamado a enfrentarse a antiguos fantasmas. Ex diplomático que dejó su puesto en Líbano tras una terrible pérdida personal que le convirtió en un alcohólico amargado y solitario, tendrá que volver a un país muy diferente del que amó una década antes, con el fin de intentar libertar a un ex compañero y amigo secuestrado por un grupo terrorista fundamentalista.
Según va conociendo, o reviendo, a los tipos con los que convivirá durante su indeseada misión, como la agente de la CIA Sandy Crowder (Rosamund Pike, de Die another day y Orgullo y prejuicio), el ex diplomático entiende que lo tendrá difícil para saber de quién fiarse. Trivialidades: los supuestos amigos serán los verdugos; y aquellos sobre los que recae una sombra de duda le salvarán el pellejo más tarde. Virtud: hay química, dentro de lo posible, entre Pike y Hamm, y la forma con la cual culmina su relación eludirá, de cierta manera, el lugar común.
Más clichés: el propio Skiles y, no menos importante, su mirada sobre este dicotómico Líbano de los años 70/80, la otrora “Suiza del Oriente Próximo”, epicentro de un cierto turismo hedonista upper class convertido en nación islamizada y caótica tras años de una cruenta guerra civil. Todo es blanco o negro, extremado; los escenarios son idílicos o infernales; la gente es inocente o cruel; el protagonista es puro júbilo o devastación interior. Pero también hay méritos, como la dirección de producción de Arad Sawat, que nos ayuda a, por lo menos, visualizar sin lugar a dudas estas dos Beiruts, la festiva y la decaída, sin opulencia o ensañamiento excesivos, a través de los ojos del personaje principal.
Otro de los tópicos de las pelis de acción: el hombre solo contra el entorno hostil, no termina de encajar con el protagonista, que, de diplomático y abogado cincuentón, pasa a agente de tierra súper poderoso, en una emulación de la serie “Misión imposible”, lo que le resta cualquier credibilidad. El juego emocional que se establece entre Skiles y el autor del secuestro, sin embargo, contribuye para humanizar al “villano”, hito importante en una historia diseñada por y para occidentales.
Sin el ritmo y los logros de otras producciones que traen la firma de Gilroy, como la ya mencionada tetralogía “Bourne” o la serie House of Cards, de la cual es productor, Beirut (en el original) se recrea en el entramado de intereses políticos, sociales y económicos que prevalecían en un escenario con tantos “actores” -Estados Unidos, Israel, Palestina, Hezbollah-. Con todo, el tablero de ajedrez se muestra de forma didáctica, no exento de lugares comunes, permitiéndole al espectador prever los consecuentes movimientos de los personajes, sean estos diplomáticos o agentes secretos. Fragilidad crucial en una trama de espías y diplomacia. Lo que provoca que al final la película derive en un entretenido ejercicio para el espectador de “coescritura”, anticipación y confirmación.