El casi siempre soporífero cine hindú suele presentarnos una India artificial, muy acelerada y cromáticamente fatigosa. Pero en Tribunal no hay espacio para la impostura. El debut de Chaitanya Tamhane propone una realidad sosegada y marrón para relatar la historia de un virtuoso profesor y trovador -el poeta del pueblo- acusado absurdamente de inducir al suicidio a uno de sus feligreses.
La obra de este jovencísimo director indio, galardonada en festivales de media Europa (entre ellos BAFICI y Venecia), huye de la saturación coreografiada bollywoodiense para hablarnos de las contradicciones que asolan a una sociedad incapaz de conciliar sus anacrónicas estructuras sociales e institucionales con el portentoso desarrollo de su economía. Es una cuestión cultural. Una dicotomía que a Tamhane se le antoja insostenible. A lo largo de todo el film, uno tiene la impresión de que la abrupta entrada del neoliberalismo ha sobrevenido a una sociedad atravesada por la mística.

Lo dilatado de sus constantes planos fijos y su sencilla pero metódica puesta en escena desplazan el punto de vista al terreno del voyeurismo, lo que la convierte en una ficción con cierto aire documental. Un tono que encaja muy bien con lo que nos están contando.
El cine que inaugura Tamhane es comprometido, sutil e intimista. Sabe cómo hablar de grandes cosas con muy poquito. Es el tipo de cine que va dos pasos por delante, es decir, que tolera que un personaje tarde más de la cuenta en levantarse de la cama, pero que no abusa de esos síntomas de veracidad. Un cine que gustará al observador y aburrirá al espectador. Muy recomendable.