(Artículo publicado originalmente en tierrafilme.com)
La nueva película de Danny Boyle viene precedida de un potente paratexto, en el que son dos los elementos principales los que hacen que el nombre del director quede absoluta (y justamente) opacado. Por un lado, la personalidad del aquí biografiado, Steve Jobs, cuya muerte produjo hiperbólicos titulares mediáticos entre los que recordamos el del entonces principal diario impreso de izquierdas de Madrid, Público, que abrió con un contundente “Muere el genio que cambió nuestras vidas”. Por otro lado, el nombre del guionista, Aaron Sarkin, muy popular entre el gran público por sus trabajos televisivos (en especial El ala oeste de la Casa Blanca y The Newsroom) y por sus cualidades para construir diálogos vertiginosos.
La mezcla de ambos elementos se produce de una manera que a priori parece eficaz, que es utilizar los prolegómenos de tres momentos relevantes de la vida pública del fundador de Apple (la presentación del primer Macintosh, en 1984; la del NeXT Computer, en 1988, y la del iMac, en 1998) para poner de manifiesto, mediante los sucesivos y largos diálogos previos al gran instante de salir a hablar ante un auditorio abarrotado, su difícil personalidad; la fidelidad de su principal colaboradora, Joanna Hoffman; sus conflictos con el cofundador de Apple, Steve Wozniak y con el primer presidente ejecutivo de la compañía, John Sculley; y, por encima de todo, sus problemáticas relaciones familiares, difíciles con su hija Lisa e imposibles con la madre de ésta, Chrisann. Además de las largas réplicas y contrarréplicas que se sitúan en el tiempo de cada secuencia, se van insertando numerosos flashbacks a modo de contraplanos para mejor explicar los conflictos presentes, a la manera que suele hacer Mario Vargas Llosa en los largos diálogos de algunas de sus novelas (con Conversación en La Catedral como paradigma).
Y es en estos diálogos, principal materia de este largometraje, donde encontramos las principales limitaciones de un biopic cuyos excesos psicologistas y la insistencia en resaltar el carácter de hijo adoptado de Jobs como clave de bóveda para descifrar sus enigmas, disculpar su comportamiento y absolver sus defectos acaban lastrando cualquier conato de visión real del personaje y devienen elementos cuidadosamente colocados para la mejor construcción de una imagen mítica, a la altura de los productos de Apple cuyo uso llegó a ser calificado por un periodista como “tan placentero como pasear por un jardín zen”.
Mediante una estética correcta aunque algo plana, en la que resalta un uso (un tanto efectista) de unas tonalidades propias de los primeros ochenta en los primeros compases de la película (y que no se mantendrán tras el salto temporal a solo cuatro años después), podemos destacar, como elemento positivo, la falta de afán de Michael Fassbender en mostrar un impostado parecido físico con el Jobs real y en centrarse en el principal cometido al que le empujan los creadores de esta fallida obra, que es el de hablar. Y en esa tarea se ve bien acompañado de un buen reparto, en el que destaca una convincente Kate Winslet y la primera de las tres actrices que da vida a la hija del protagonista , Makenzie Moss, cuyo primer encuentro con el Apple Paint da lugar a la mejor secuencia de la película.
El uso, por lo general excesivo, de la música para subrayar el carácter supuestamente histórico de todas las aportaciones individuales del biografiado alcanza su cénit en el clímax de esta obra, el baño de masas de Jobs con motivo de la presentación de su definitivo éxito comercial. Este momento va precedido de una reconciliación entre padre e hija al que Boyle y Sorkin le añaden la carga de convertirlo en el hecho que prefigura, como una suerte de genialidad generosa de hombre dispuesto a paliar sus incapacidades afectivas, la invención del iPod.
No sabemos si la intención de director y guionista era dejar clara la materia mítica de la que estaba construido Steve Jobs a través de sus muy humanas carencias emocionales o al revés. En cualquier caso, desde un primer minuto en el que se rescatan unas declaraciones de Arthur C. Clarke durante el estreno de la adaptación por Stanley Kubrick de su novela 2001 (y cuya inserción podría llevar al espectador a interpretar que Steve Jobs es el creador hasta de internet), no podemos llegar a ninguna conclusión al respecto que no vaya en detrimento de las cualidades cinematográficos del muy verbalizado y robótico relato cinematográfico que nos ofrecen.