(Artículo publicado originalmente en tierrafilme.com)
Thomas McCarthy se había ido haciendo un nombre dentro del cine independiente desde su ópera prima, Vías cruzadas (2003), con historias empáticas en las que se enlazan el drama y momentos cómicos, como en The visitor (2007) o Win win (2011). Tras un intento de adentrarse en un producto algo más comercial, con un resultado negativo, como fue Con la magia en los zapatos (2014), el director vuelve al punto de mira por la puerta grande, no solo porque aspira a los premios de mejor director y mejor guion en los próximos Oscar, sino porque da otro giro en su carrera, en este caso mucho más acertado. Spotlight ilustra sin estridencias el día a día del oficio periodístico a través de uno de los temas más polémicos de la actualidad.
El filme cuenta la investigación real en 2002 de un pequeño equipo del periódico Boston Globe sobre la pederastia en el ámbito eclesiástico, lo que dio lugar a un reportaje ganador del Premio Pulitzer. Este grupo, que recibe el nombre de Spotlight y trabaja por libre en el sótano del edificio de la redacción, comienza a estudiar diferentes casos de abusos a menores en Boston por parte de sacerdotes, descubriendo toda una red de ocultación a lo largo de décadas que llega a las más altas instancias de la Iglesia. Remitiendo directamente a la crónica que sobre el mismo tema realizó en 2012 Alex Gibney en Mea máxima culpa – Silence in the house of God, la película de McCarthy está emparentada con la objetividad de la época de oro del género periodístico, los años 70, encabezado por Billy Wilder, Sidney Lumet o Alan J. Pakula. Pero si bien no busca la autenticidad documental, el aspecto que ofrece Spotlight parece, de manera paradójica, menos construido que el de una cinta como la de Gibney, la cual se excedía en algunas recreaciones.
De este modo nos encontramos con una obra que razona sobre los hechos que muestra sin manipulación, y que no se deja llevar por ninguno de los tópicos de las historias de héroes casi individuales que luchan contra un gigante imposible. En Spotlight se nos habla de los pormenores de una profesión carente de florituras y glamour, sin explotar ni descarrilarse en ningún momento. Solo Mark Ruffalo (el eterno secundario nominado) desata un momento más pasional, que sorprende precisamente por ser un arrebato del que, en conjunto, carece el filme.
Esta racionalidad, unida a la potente trama, eclipsa la película en su aspecto formal. McCarthy realiza un trabajo puramente funcional tras la cámara, con una vocación estética menos potente que el de cintas como Buenas noches y buena suerte (2005), por poner un ejemplo relativamente cercano en el que también se defendía la libertad de expresión. La fuerza radica en los diálogos, los cuales, en boca de un reparto entregado a unos personajes en los que no se profundiza, en ocasiones pueden crear cierta confusión en torno a los diferentes sujetos y acontecimientos.
Es de alabar en cualquier caso la ausencia de sensacionalismo en Spotlight, con un tema que puede tender a ello con demasiada facilidad, quedándose siempre en el terreno de lo expositivo. Un trabajo en apariencia distante y analítico, pero de visión obligatoria por su trascendencia humanista: analiza el impacto social de la religión en un ámbito concreto, pero extrapolable a cualquier aprovechamiento que de ello sigue haciendo la Iglesia como institución, actuando siempre más en su beneficio que en el de las víctimas de sus errores.