“Hablas como un europeo blanco” - dijo un europeo blanco. El pase de prensa en Barcelona para ver la propia historia de la escritora Marguerite Duras, basada en su novela La Douleur empezó por todo lo alto. Y no hablo de la película en sí, sino del público preparado para disparar una crítica a tinta fría. Las posiciones y discusiones morales entre espectadores sedientos de narraciones, se podían vincular al discurso que mantiene la protagonista durante el filme; una lucha entre el canto de las golondrinas piulando a la libertad y el estridente sonido de un violín acechando al horror. De eso trataba la historia sobre el retrato de la escritora francesa y la discusión entre periodistas: la lucha de la libertad en contra del miedo que nos hace esclavos de algo no palpable, capaz de penetrar en nuestra alma como una enfermedad sin cura.
Marguerite Duras. Paris 1944, escrita y dirigida por el cineasta francés Emmanuel Finkiel, nos cuenta una historia de guerra llena de intimidad, conflicto y ambigüedad, y lo hace desde un doble punto de vista. Marguerite (Mélanie Thierry), es la protagonista y, a la vez, la narradora omnisciente, quien se recuerda a sí misma como un personaje colapsado en el pasado, como consecuencia de un periodo vital convulso y repleto de angustia. La escritora se encuentra con dos viejos cuadernos llenos de una pena solemne, que le obligan a rememorar un pasado donde la espera era su único consuelo. En una Francia ocupada por los nazis, Marguerite y su marido, Robert Antelme, participan activamente en la Resistencia hasta que Robert es deportado por la Gestapo. En ese momento la vida de la joven se reduce a la lucha incansable por de nuevo ver y oír a su amado. Una espera abrumadora, llena de lágrimas, fiebre y soledad. La película atestigua y relata el final de una guerra que deja un poso lleno de resentimiento; un resentimiento condensado de forma exquisita en el rostro cansado de Mélanie Thierry, henchido de melancolía. Como el propio dolor de la protagonista, la ordenada narración a veces parece no tener fin, y no resulta tan oscura y épica como se esperaba.
Cuando aparecieron los créditos y de pronto se encendieron las luces, reinó un silencio que hablaba por sí solo. Esta vez ningún comentario fue disparado sin puntería. Supongo que todo el mundo se limitó a reflexionar y a mantenerse al margen de todo tipo de discusión sobre la libertad.