
Se trató de una proyección vespertina en la que pudo volverse a constatar, con palmaria evidencia y nitidez, lo que un buen número de historiadores del ramo y de entusiastas seguidores de la primitividad audiovisual ya iban largamente comprobando: que los dos lyoneses fueron unos pioneros al percibir con claridad el expresivo potencial en la ficción y no-ficción de su máquina. En el terreno técnico indiquemos que nunca dejaron de investigar y, por ejemplo, incluso rodaron de forma nada rudimentaria, en relieve y en color. Al igual que los operadores a los que emplearon y enviaron por el mundo, unos genuinos –quizá, o seguro, que sin conciencia de tal condición creativa- artistas (cierto en especial para Louis, el principal movedor de la manivela y mayor encargado de las dramatizaciones) y, en cuanto a las tomas de pura captación de acontecimientos y en general documental, personas dotadas de un saber mirar muy penetrante y atestiguador. En ningún caso se trató de simples industriales que regentaban una factoría fotográfica y se sacaron de la manga un cacharrete de divertimento casero para ocasionales pasarratos, a pesar de que el progenitor de ambos -Antoine, patriarca familiar y del negocio-, según siempre se ha contado, cuando Georges Méliès (un ilusionista venido del teatro que se convirtió en otro mago del celuloide y en el padre o abuelo de los géneros de fantasía) intentó adquirir el artilugio, le respondió con una negativa, diciendo que se olvidara de una cosa que le parecía una efímera curiosidad científica sin ningún porvenir comercial.
En ¡Lumière! Comienza la aventura -imprescindible para cualquier aficionado que se precie-, Frémaux (que en la banda de sonido desgrana, llenas de humor, calidez y expertísimos conocimientos, atinadas y penetrantes palabras acerca de lo que en cada momento contemplamos en la pantalla) amplía contenidos de aquella sesión. Ojalá que, a no demasiado tardar, nos haga entrega de un nuevo florilegio de los hermanos Luz con una compilación de hora y media de duración (asimismo, alguna de aquellas minipiezas queda ahora excluida). Abarcado en el tiempo hasta el primer lustro de la pasada centuria, gozamos de 108 obritas fundamentales de un solo plano (sin montaje) y 17 metros de longitud cada uno -unos 50 segundos con arreglo a la usual velocidad de entonces-, lo máximo que a la sazón permitían los chasis donde se colocaba el rollo de película.
Los espectadores disfrutarán -les llamará la atención encontrar gran y bello criterio plástico en la composición de los elementos figurativos y en la combinación de los blancos y negros- de variadas escenas cómicas con la actuación de miembros de la parentela y amistades de los afamados hermanos. Además, en el ámbito de la mera captación de imágenes (reflejos de unas gentes y momentos históricos que oscilan entre lo anecdótico y lo políticamente importante), verán soldaditos españoles bailando entre sí, uniformados franceses saltando con brincos y cabriolas, fumadores orientales de opio, niños pobres de Indochina por las calles, alguna catástrofe natural, etcétera, etcétera.