En ocasiones, no hay nada más grato que equivocarse. Eso fue lo que me pasó al ver esta película, en la que yo esperaba encontrar un drama predecible de sobremesa de Antena3, y en su lugar me sorprendió con una historia de terror realmente buena. Y esta fanática del terror, podéis creerme: es exigente para ello.
Nos encontramos en uno de esos pueblecitos de la Norteamérica profunda en que tan pródigo es Stephen King y en los que, quien más, quien menos, todo el mundo se conoce. En una fría tarde de principios de otoño, la policía procede al levantamiento de un cadáver al que alguien ha descuartizado. Entre los curiosos está Kay, un joven callado e introvertido que además de estudiar ayuda a su madre divorciada en el negocio familiar: una funeraria. El joven padece una curiosidad enfermiza por los asesinos en serie, tiene tendencias sociópatas, carece casi por completo de empatía, le cuesta socializar, imagina que tortura y mata a aquéllos que le molestan… tiene el cuadro completo de síntomas de un futuro asesino en serie, si bien con la ayuda de su terapeuta hace todo lo posible para intentar encajar y “ser normal”.
Hay muchas palabras que detesto. “Cáncer”, “responsabilidad”, “insuficiente”, son de las que más, pero a muy poca distancia está “normalidad”. Una palabra sin inflexiones, sin picos ni curvas, sin personalidad, sin nada más que una absurda línea que hace que cuanto cae dentro de ella, sea constreñido como en un corsé. La misma palabra suena como un insulto, y al propio Kay tampoco le gusta, por más que luche por adaptarse. Sabe que es raro comparado con sus compañeros que le detestan y que no le caen bien; sabe que es un “freak”, un monstruo a quien le interesan más las historias de asesinos y bestias míticas que los pasatiempos más comunes entre los chicos de su edad, sabe que es más inteligente que la mayor parte de chicos que le rodean y sabe que ni él, ni su familia, son un prodigio de estabilidad o serenidad. Sabe todo eso, pero no sabe cómo lidiar consigo mismo, ni quién es en realidad, y cuando se dé de dientes contra algo extraño de verdad, reaccionará puramente como un niño. A través de su modo de afrontar la situación, le veremos crecer y enfrentarse a sí mismo, usando sus rarezas para enfrentarse a lo que le sucede.
La televisión, las redes sociales, nuestros semejantes… nos transmiten una idea de lo que es aceptable, lo que es “normal”, de manera que lo que se sale de ahí, de inmediato nos parece raro, malo. Es más fácil apartar al diferente que intentar comprenderle y sacar algo bueno de esa relación. La cinta nos presenta a un muchacho diferente a la media siendo marginado, y aún atacado por buena parte de sus compañeros, a quienes no se cuestiona que se metan con él, pero sí se cuestiona al diferente cuando, sin ser violento, se defiende. A la vez, nos muestra a la familia y vecinos del protagonista como un universo apartado por completo. El mundo adulto en parte no le comprende y algunos se sienten asustados de él, en cambio que otros no dan la menor importancia a sus posibles diferencias y le aceptan sin más, como vemos hacer a su vecino, un impagable Christopher Lloyd.
La película juega de un modo inteligente con el espectador, dándole la información a cuentagotas y dejándole pensar y ponerse nervioso. Dejándole ver las reacciones del protagonista y temiendo por él igual que por aquéllos que le rodean. Con un ritmo pausado, en ocasiones quizá algo lento, pero nunca aburrido, la cinta nos cuenta una historia de amor y terror en la que tenemos miedo de los personajes, pero en la que no es posible odiarles. I am not a serial killer es una película que nos hace pasar un rato de tensión muy entretenido, pero en la que el asesino quizá nos haga soltar una lágrima, antes que un grito. ¿Quién ha dicho que una película de terror, no puede ser emotiva? Sería espantoso si las historias, también tuvieran que ser “normales”.