El segundo largometraje escrito y realizado por Matt Ross ofrece al espectador la posibilidad de contemplarlo con carácter de fábula extrema, tirando a terrible, acerca de unas disolventes derivas en las que en los tiempos de hoy han desembocado un conjunto (no de amplio número pero tampoco sumadores de desdeñable cantidad) de determinados grupos e individuos que, en Occidente en especial y poseídos por decadentistas sentimientos de políticos acomplejamiento y renegación dentro de la pertenencia a las sociedades organizadas de forma democrática, han solido plantear y planear, después y a pesar del fiasco sesentayochista (hablando en plata: ensoñaciones narcisistas y pijos pataleos y rabietas que han diseminado residuales tendencias de falso izquierdismo no precisamente benéficas ni fertilizadoras de la sensatez y el sentido), una superación de la modernidad cultural en lo tocante a los temas del armazón y nucleación familiar, de los dispositivos e instituciones educativas y del tejido y el entrelazado comunitario.
Si, por ejemplo, en la tele retornara a las emisiones un programa tipo La clave, Captain Fantastic resultaría de una idoneidad palmaria para ilustrar un coloquio que girara en torno a las mencionadas problemáticas, en particular porque se trata de un filme que incide con enorme naturalidad -el relato pasa por la pantalla con amenidad, fluidez y robusta capacidad sugestiva- en el psicológico delirio aislacionista (en el marco del general y feroz rechazo a las normas imperantes, no encarando la lucha por las transformaciones del mundo) de la exclusiva escolarización o pseudoescolarización de los hijos por procedimientos doméstico-parentales o, en el caso de ciertas dislocadas y casi inviables propuestas o experimentos de entornos neotribales con proles y hogares compartidos (¡vaya opresivas cárceles emocionales desde el nacimiento!) pluriparentales o transparentales.
El actor que prestó cuerpo y voz a Alatriste interpreta ahora a un docente no falto de prestigio académico que ha abandonado la universidad para entregarse a un agreste autoexilio en el bosque, en el que se ha instalado acompañado por los seis niños y adolescentes que, de ambos sexos, constituyen la descendencia suya. Se trata de un personaje que intenta evitar por todos los medios que en cualquier campus de enseñanza superior se matricule su primogénito -fenomenal y divertida escena, de las mejores de la cinta, cuando este muchacho, desconocedor en el mundo de las asignaturas existenciales del deseo y del amor, patosea con la chica del cámping que le atrae y a la que quiere seducir de estrambótica y disparatada manera-.
El “arrobinsonado” por elección y vocación mantiene a sus seis vástagos en una situación de práctico secuestro en las duras condiciones de la vida en la frondosa y escarpada serranía, donde, mientras su esposa agoniza en el hospital, les instruye, sin auxilio de nadie en el ámbito profesoral o pedagógico -los muchachos no asisten a colegio, instituto o aula reglada alguna-, en literatura, filosofía y otras disciplinas, pero también en técnicas de caza y supervivencia parangonables a las que se aprenden en los entrenamientos de los batallones de élite y rescate de los ejércitos y fuerzas similares.
La historia, con claros mimbres parabólicos, una parábola voluntaria o involuntaria, eso da igual, muy de nuestro siglo XXI y harto reclamadora de la atención de los transitadores de los presentes inicios del milenio (gran mérito de la película: asuntos de semejante actualidad y alcance ético y moral no aparecen con frecuencia en el cine contemporáneo), acaba con una conclusión que choca con una serie de espontáneos componentes de la actitud y el comportamiento de los hermanos protagonistas de acuerdo con las relaciones que ellos establecen con su abuelo y abuela maternos -en particular con el primero, perfecto y hasta entrañable en ese papel Frank Langella, el cual, pese al conservadurismo que le sale por cada poro, no es, necesariamente, ni de lejos, un padre más siniestramente gozador que el encarnado por el notabilísimo Mortensen, un hombre llamado Ben que venera a Noam Chomsky (ojo, se ha usado la palabra gozador en la acepción freudo-lacaniana)- a partir de los instantes del desarrollo argumental en que se reencuentran con los nietos con motivo del funeral de la madre, una desequilibrada simétrica pero no idéntica a Ben que ha finalizado sus terráqueos días sumida en un proceso aniquilador que la ha llevado a la propia destrucción total.
Abundando en la anterior apreciación, decir que después de la desestructuración familiar mostrada, los planos que preceden a los créditos de cierre delatan una mirada que cabe calificar de discordante (más ambigua, más complaciente, más de iluso fantaseo) con lo previamente contado, pues decae en el último momento la firmeza desmenuzadora que Ross ha venido aplicando en su puesta en solfa y cuestión– ¿queda el director atrapado por los tentáculos de Ben (Mortensen) y por eso no afronta las verdades del barquero?- del peculiar y dominador progenitor, tan alternativo y tan rodeado de su obediente y estudioso gallinero filial, unos retoños en los que tarde o temprano aflorará, o debería aflorar, la sublevación respondona y el simbólico asesinato del padre.
Al máximo responsable de Captain Fantastic quizá no le hayan movido críticos ni rigurosos propósitos analíticos y sí un fascinado diletantismo -privilegiado territorio, para bien o para mal, no lo olvidemos, del imaginario y creatividad de los artistas, que a veces vuelan sin ronzal-, aunque, desde luego, aquí el grueso de la narración no peca de escasa consistencia o nula densidad.