ALMA MATER – por Alessandro Soler

Cuentan desde el rico universo “árabe-hablante” que ha habido un pequeño malestar por la elección de la palestina Hiam Abbass para el papel de una matriarca siria en esta película de Philippe Van Leeuw. Sus detractores sostienen que hay excelentes actrices sirias que podrían haber interpretado a Oum Yazan, el “Alma Mater” del título, y piedra angular de una familia que se ve encarcelada en su vivienda mientras el barrio -y la ciudad y el país- arden bajo una guerra brutal.

Un debate tan insignificante, sin duda, como el que surgió tras el estreno de la serie de Netflix Narcos, con la consiguiente lluvia de críticas -igual de fútiles- por la presencia del excelente actor brasileño Wagner Moura como el rey de los criminales colombianos  Pablo Escobar. Allí como aquí, cualquier extrañeza pronto se disipa, aplastada por la belleza y la verdad de sendas interpretaciones. Abbass, efectivamente, no habría podido ser sustituida por ninguna otra actriz; la película gira alrededor suyo, de su mirada poderosa, de su potencia contenida de madre que protege a los hijos y al suegro y a la sirvienta y a los vecinos de la planta de arriba a quienes ha dado cobijo desde que su piso se estalló en un bombardeo anterior. Parece endurecida, seca, pero ya veremos que se trata de una cáscara, una capa de protección contra el horror, la desesperanza y el miedo. Todo eso lo logra con relativamente pocas palabras esta actriz que había ya asombrado a la crítica internacional por sus performances en películas como Paradise Now o Los Limoneros.
Justicia sea hecha, en la opulencia dramática no está sola. Todo el reparto contribuye con la construcción de un ambiente claustrofóbico, la sensación de descolocación extremada, de soledad y desamparo. Se escuchan -y solo se escuchan- los tiros afuera, se recibe a siniestros visitantes, se teme por la muerte y se reacciona de forma sorprendentemente fría ante aquella, todo siempre sin salirse de las cuatro paredes de un piso que más parece ser un bucle, un recuerdo de la normalidad perdida. El pasado de paz suena ya lejano, evocado por el televisor viejo, eternamente apagado por falta de electricidad, por los retratos igualmente grasosos y polvorientos pero, sobre todo, por la mirada perdida del también viejo abuelo Abou (el veterano y, en el Occidente, casi desconocido Monzer Mohsen Abbas).
El papel de la vecina que vive con su marido y su bebé recién nacido en un cuarto de la casa de Oum, y que mira impotente como se detendrán sus planes de escaparse con ellos de Siria tras un trágico incidente, es toda una declaración de principios. Halima, materializada por la actriz Diamand Bou Abboud (El Insulto), sufre un tipo de violencia en el medio de esta guerra que nos recuerda dolorosamente el rol de la mujer en una sociedad no solo convulsionada, que también, sino ya de por sí profundamente misógina.

Es intimista la mirada del director belga, conocido por su puesta en escena de muchos cortometrajes y por haber actuado, asimismo, como director de fotografía en la premiada La Vida de Jesús, de Bruno Dumont. Se sirve de pocos recursos técnicos -las tomas siempre muy cercanas, la omnipresente luz natural del día-, que convierten este largometraje de ficción en un casi documental sobre una familia en suspenso mientras la barbarie acecha. Una barbarie que, lejos de vestirse de sangre como en típicas películas bélicas, se viste de lágrimas: las de Abou, que marcarán poética y crudamente los ciclos diarios de espera, sea por la muerte, por el fin de la guerra o por cualquier otra cosa.

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