Los británicos fueron coprotagonistas de las Grandes Navegaciones, llevaron su civilización a todos los rincones de la Tierra y tuvieron contacto temprano con innumerables culturas. Pero no parecen haber aprendido mucho de ellas. Se desprende, una y otra vez, una incómoda soberbia en la forma como miran a los demás pueblos, especialmente a los que tildan de salvajes, en películas de ficción antropológicas dedicadas a sus pioneros – un deje colonialista que se desparrama a producciones estadounidenses como la tetralogía Indiana Jones o el clásico King Kong (en las versiones de 1933, 1976 y, sorprendentemente, también en el malísimo remake de 2005).
En Z, La Ciudad Perdida, el director y guionista James Gray (La Noche es Nuestra, El Sueño de Ellis) busca lo contrario: el mensaje de que la arrogancia blanca y eurocéntrica oblitera la visión. Recae, sin embargo, en moralejas que, lejos de incomodar como las ideas supremacistas que combate, tampoco contribuyen a la construcción de una historia plenamente madura. Flota sobre The Lost City of Z (en el original), un peliculón de dos horas y cuarto de largo basado en una historia real, un cierto aire naïf, de lecciones variopintas – sobre las bondades de la unión familiar; la importancia del rescate del honor; la necesaria discusión sobre el rol de la mujer en la sociedad; la urgencia en rebasar prejuicios diversos. Lo curioso es que, a la postre, ese amalgama de temas obtiene un resultado positivo, retratando de manera más o menos fidedigna el sistema moral e intelectual vigente en los primeros años del siglo XX, cuando se ambienta el filme.
Percy Fawcett (Charlie Hunnam), un capitán del Ejército británico sin distinciones e hijo de un hombre deshonrado en el contexto de la sociedad victoriana (no sabremos de qué va exactamente el mal nombre de la familia), es convocado en 1906 a una expedición a Sudamérica para establecer las reales fronteras entre Bolivia y Brasil, en el seno de un conflicto transnacional en pleno ciclo económico del caucho amazónico. Llamada a intermediar la disputa, la británica Royal Geographic Society envía a Fawcett y a su fiel escudero, Henry Costin, un antihéroe apático interpretado por el ex-vampiro Robert Pattinson, a las “fronteras de la civilización”, de las cuales vuelven, dos años después, no solo inesperadamente exitosos sino ilusionados por las descubiertas de vestigios de antiguos y sofisticados pueblos precolombinos.
Ridiculizado por el establishment intelectual londinense, Fawcett decide regresar a la jungla para buscar lo que cree ser una ciudad perdida, a la que llama Z, amparado por sus hallazgos y convicciones. Antes, sin embargo, tendrá que enfrentar dilemas éticos: el nuevo abandono de la mujer, Nina (Sienna Miller), y de sus hijos pequeños por muchos años más; la conciencia culpable de su obsesión por la gloria; las quejas de Nina, que cobra protagonismo en el proyecto y lucha por tener su propia voz en un ambiente machista.
Las muchas expediciones reales del militar, promovido a teniente coronel, a la jungla sudamericana son condensadas en tres, siendo la última la que hizo con su hijo mayor, Jack (Tom Holland), en 1925, de la cual jamás volvió, la que alimentó su leyenda por décadas e inspiró a personajes como Indiana Jones – cuya serie cinematográfica es obviamente evocada en la caracterización de los muchos encuentros entre blancos e indígenas. La bella fotografía de Darius Khondji (Midnight in Paris, Seven, Amor), puntuada por sombras, neblina y la deslumbrante luz tropical, recuerda, por su parte, a obras de otro rango, nombradamente la mítica travesía del río Nung en Apocalypse Now.
Son muchas las idas y venidas de la historia, que, sobre todo al principio, parece lenta y exige un esfuerzo activo de inmersión del espectador. Rebasados los duelos dialécticos entre Fawcett y sus pares de la Royal Geographic Society sobre la inferioridad o no de los nativos de la jungla y algunos diálogos esquemáticos y rápidos que revelan, más que las acciones, el carácter de los personajes, Un tipo soñador y abierto a la alteridad – si bien algo ingenuo, una especie de personificación de la aceptación de las diferencias en tiempos intolerantes como los que vivimos.