SOLO EL FIN DEL MUNDO, por Mercè Torrens

“Se despidieron y en el adiós ya estaba la bienvenida”

Mario Benedetti.

Hola, adiós y gracias; las tres Marías del diccionario más útiles y frecuentes y, que más nos cuesta utilizar, son el resumen de la nueva película dirigida y escrita por Xavier Dolan, Solo el fin del mundo (Juste la fin du monde).
Esta adaptación de la obra de Jean-Luc Lagarge, es una vuelta a casa, un regreso o una despedida después de doce largos años. Es una muerte, una decepción, quizás un perdón… Pero sobre todo, es un hola de nuevo, un gracias por darme la vida mamá, y un adiós, hasta nunca. De ahí, puede, la frialdad que titula la película o la “simpleza” o el esquivo de la redundancia, que va muy de la mano del protagonista.
Gaspard Ulliel, el hijo mediano, el hijo olvidado, la oveja negra, el escritor, vuelve para anunciar su muerte; un perfil de poeta romántico, abrumado. La película empieza en un avión, con una acción muy íntima y cotidiana, como lo es toda la película. De aquello pesado y rutinario crea una perla, un sentimiento, algo importante que remueve el estómago.
Toda la trama, los 95 minutos de película, transcurren en un día especial para todo el mundo; un domingo “Día del Señor” o “día del descanso”. Toda una familia preparando la gran comida, una bienvenida con gran esperanza e ilusión; una madre (Nathalie Baye) desgastando su paciencia en forma de sonrisa, una hermana menor (Léa Seydoux) enquistada en la adolescencia, un hermano mayor (Vicent Cassel) lleno de orgullo y rabia y una cuñada (Marion Cotillard) pidiendo auxilio y gritando en silencio.
El director hace que el espectador se incomode con la peor de las vergüenzas; la ajena. Crea de lo vergonzoso, casposo  e incómodo algo que puntualmente puede llegar a ser tierno, aunque el carácter de los personajes niegue y no permita tal dulzura. Es una historia llena de sensaciones y recuerdos; una película sufrida por la nostalgia de algo que fue, quiere y ya no va a poder ser.
Bonitos, sencillos, curiosos y buscados detalles a lo largo del guión; flamencos de decoración, globos rojos que se unen en un lejano cielo, pequeñas joyas de fantasía para diferenciar las copas de los invitados, relojes de cuco, un esmalte azul, la preparación de una comida llena de color y diferentes ingredientes… No es una historia donde el diálogo sea lo esencial o la clave donde se esconde el secreto; es un guión caprichoso, lleno de miradas y detalles que delatan, califican y animan a los personajes de la historia. Una mezcla entre el estilo kitsch y la crudeza del ser humano.
Podría decir y confirmar, que el único momento sincero de la película es el abrazo del protagonista con su madre; una acción totalmente nacida de las entrañas del director. Mantienen una charla de pocos minutos a solas. Ella se echa colonia y él la huele y la abraza. El olor de una madre, ese olor único que te hace cerrar los ojos y no pensar en nada. La protección, la libertad, el calor maternal; solo ella nos conoce, solo en ella podemos confiar. La imagen de una ventana acariciada por unas cortinas transparentes y sedosas movidas por una suave brisa.

Todo se interrumpe con una luz solar que aparece en la última escena; esa luz que molesta, que incomoda, que llama la atención para que nos acerquemos a ella y nos despidamos de la propia historia y la del protagonista. Una última discusión, un último “kukú”, el vuelo muerto de un pájaro luchando contra sus fuerzas y el falso adiós que no se ha dicho y que apenas, nunca se podrá decir. Las dos últimas briznas de aire y las plumas dejarán de volar.



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