Remake del título homónimo que dirigiese Antonio Román en plena posguerra española (del que se rescata la canción Yo te diré), Los últimos de Filipinas retrata un episodio histórico-bélico de colonización. La aventura se abre con un plano general de la selva, con la presentación concreta del que indudablemente será nuestro visor protagonista y con la presentación genérica del grupo de militares a los que vamos a acompañar en esta tan épica como patética epopeya, en la que no podía faltar el arquetípico personaje colonial –encarnado por Eduard Fernández– supremacista y con un temor a la guerra manifiesto. En general, salvo por los personajes de Luis Tosar y de Javier Gutiérrez Álvarez, el pelotón encarna la bisoñez ante la realidad de la guerra que tantas veces hemos visto antes en el cine con las películas americanas ambientadas en la Guerra del Vietnam. Son un puñado de adolescentes que se ven en la tesitura de sobrevivir a cualquier precio, motivados algunos por el sentimiento patriótico y otros simplemente obligados, como vemos en estereotipos que Hollywood explota hasta la saciedad y que en 1898, Los últimos de Filipinas funcionan. Las secuencias genéricas, depuradas pese a la violencia y vertiginosidad de unas batallas muy bien resueltas, tienen el mérito de contener un subtexto que alejan la historia de la épica más convencional.
La película supone una recia crítica al imperialismo Español, en declive desde ese Siglo de Oro que culmina en una época de gran tribulación para una nación de grandeza caricaturesca al erigirse esta sobre las leyes del azar. Culturalmente, la pérdida de las últimas colonias conlleva una reflexión sobre la cuestión e identidad españolas reflejada en los grandes textos de intelectuales como Azorín o Menéndez Pidal, y que desata también la locura nacionalista de Ramiro de Maeztu y, por otra parte, una vertiente más intimista que radiografía el país desde su descomposición interna, y que viene representada por la literatura de Pío Baroja, Unamuno o Valle Inclán. Este último, visionario ante todo, supo dar nombre al sentimiento de una nación. Y si bien la película de Salvador Calvo se mueve entre las dos vertientes, es en el esperpento en la que mejor se define, al tomar como sujeto al héroe clásico y reducirlo a su faceta más grotesca y absurda. Como heroico, grotesco y absurdo es precisamente un pelotón que lucha en una batalla sanguinaria y tortuosa que se libra por un imperio que ya ha arrojado la toalla…