(Artículo publicado originalmente en tierrafilme.com)
Una amplia rama del género de terror compara el enfrentamiento de la razón y los elementos paranormales con las incongruencias propias de la religión. El máximo exponente de ello serían las películas que tratan el tema de los exorcismos, en las cuales las doctrinas católicas se ven superadas por algo que es mucho más incomprensible que sus credos. Algo de ello hay en La bruja, ópera prima de Roger Eggers, premiado en Sundance, sobre una familia fervientemente devota de colonos ingleses que, tras llegar a Estados Unidos, se aísla del resto de su comunidad debido a que el patriarca considera que en ella no siguen las normas religiosas al pie de la letra. Así, acabarán en una granja que colinda con un lóbrego bosque en el que no se atreven a adentrarse. Basada en diferentes leyendas y testimonios reales de la época, como las acusaciones de brujería que derivarían, años más tardes, en los tristemente conocidos juicios de Salem, nos encontramos no ante a un relato cohesionado, sino un conjunto desmembrado, configurado a base de elementos dispersos, y que deja prácticamente todas sus posibilidades en manos de su cuidada ambientación.
Efectivamente, La bruja es un filme totalmente climático, que juega con el fuera de plano, la perturbadora banda sonora de Mark Korven y la fotografía natural de Jarin Blaschke (algo que tanto impactó este mismo año de la labor de Emmanuel Lubezky en El renacido), en la que destaca especialmente la iluminación de los interiores y de las escenas nocturnas a través de luz de velas, a inspiración tenebrista de la pintura barroca religiosa como la de George Latour. Esta atmósfera ascética heredera del Dreyer de Dies Irae (1943), que de igual manera utilizaba los pretextos de la intolerancia y la brujería para enmarcar el conflictivo moralismo del siglo XVII, se resiente en su ritmo inconstante, que no deja respirar a la acelerada narración.
Por tanto, el realismo, el suspense y la sobriedad que podrían compararse con un M. Night Shyamalan, por poner un ejemplo actual, no encajan con las intenciones de la cinta. La bruja no es un trabajo psicológico al modo de El bosque (2004), película con la que comparte el miedo de los protagonistas por la frontera natural que les rodea y que no se puede rebasar, sino que es más obvio; no se juega con un sentimiento irracional, sino que se expone lo sobrenatural como una evidencia. Por tanto, es una obra que sorprende e impacta poco, y que acaba remitiendo a aquellas sobre posesiones demoniacas a las que aludíamos al comienzo del texto (hay incluso una escena en la que se intenta liberar de un hechizo a través de la oración).
Es digna de elogiar la labor de Eggers como director de actores, con un reparto encabezado por Ralph Ireson, cuya imponente voz recorre todo el metraje desde el primer momento de forma siniestra, y Kate Dickie (ambos conocidos por su presencia en la serie televisiva Juego de tronos). Pero es sobre todo Anya Taylor-Joy, casi debutante en el momento en que se rodó el filme, la que aporta a su personaje la mezcla de inocencia y la perversidad necesaria en este alegato a la liberación de la mujer oprimida, al tiempo que se analiza el desmembramiento de la familia tradicional a través de la represión y fanatismo.
La bruja, valiéndose de un detallista entramado estético, advierte en contra de los extremismos religiosos, cuyo mayor peligro consiste en transformar en verdadero aquello que temen y predican, aunque se carezca de certezas. Sin embargo, Eggers impone su mirada exclusiva, sin dejar al espectador un espacio para dudar o reflexionar, por lo que el resultado acaba siendo tan dogmático como aquello que pretende criticar.