VIVIR SIN CORAZÓN
(Artículo publicado originalmente en tierrafilme.com)
Tras adentrarse en los terrenos del thriller psicológico en La piel que habito (2011) y el intento de volver a los orígenes de sus comedias alocadas con Los amantes pasajeros (2013), Pedro Almodóvar vuelve al melodrama, quizás en su vertiente más clásica hasta la fecha, con Julieta. Y es que al margen de algún toque de humor muy aislado, apenas apreciamos en la última obra del director esa mezcla de géneros tan característica en su obra. Por el contrario, nos encontramos con una sucesión de desdichas catárticas, a través de las cuales vuelve a manifestar todo su muestrario de obsesiones personales: las relaciones entre diferentes generaciones familiares, el cruce del pasado y el presente o la influencia de la religión en la sociedad van a estar presentes en otro trabajo profundamente personal.
Julieta cuenta una historia separada por 30 años, protagonizada por mujeres, entre las que existe una brecha de nuevo provocada por la desaparición de un hombre. Como en Todo sobre mi madre (1999), Almodóvar se centra en la incomunicación entre padres e hijos (no en vano, el título inicial era Silencio), que conduce al desconocimiento completo de los sentimientos y las motivaciones de los últimos. Vidas en constante inestabilidad, conectadas por viajes de ida y vuelta que están condicionados por la obligación de ocultar secretos, mientras se cae en el error de que una existencia puede estar completa solamente con profesarle amor.
La primera parte de la película le permite a Almodóvar hacer uso de la misma la estética de esos años 80 que le vieron nacer como cineasta, empleando una expresiva paleta de colores que se hará extensible al resto del relato. Pero las metáforas visuales, en gran parte debido a la falta de sutileza propia del director, no funcionan todas al mismo nivel. Además se traiciona a sí mismo, manifestando desde el primer plano el motor pasional del filme, conducido en apariencia por el corazón; mientras que a su vez, los personajes se obligan a transitar mecánicamente, para sobrevivir al peso del dolor y de la culpa, fruto esta última de un sentimiento cristiano, arraigado incluso en los que creen vivir al margen de él. No hay así, a pesar de hablar de emociones muy potentes, casi ningún momento de arrebato desgarrador. En este sentido, las eficaces interpretaciones de Emma Suárez y Adriana Ugarte desprenden una fuerza que se contrapone a la fragilidad que reflejan. Es especialmente evidente en el caso de la segunda, aportando una franqueza que se echa mucho en falta cuando no aparece, dando paso a momentos que se sienten teatrales.
Julieta es la película número 20 de Almodóvar, y como tal, representaría cierto homenaje. Pero lejos de buscar ningún tipo de provocación o de sorpresa (aunque sin desvelar tampoco todos los misterios), se centra sobre todo en el desarrollo de los acontecimientos, uno de los más coherentes de toda su filmografía. Pero al mismo tiempo, es también uno de los que despierta más indiferencia, no por lo que cuenta (una dura biografía que solo puede desembocar en tragedia o en perdón y redención), sino por su insistencia, no surgida de forma natural sino forzada, en la contención.