HASTA EL ÚLTIMO HOMBRE- por Alessandro Soler

LA GUERRA SANTA DE MEL GIBSON
Las posturas del actor y director Mel Gibson como católico conservador son conocidas desde hace muchos años. En 1991, se refirió de modo más que despectivo a los homosexuales en una entrevista con el diario español El País. En repetidas ocasiones atacó la eutanasia, las investigaciones con células madre o el derecho al aborto. Ya se dijo de él que está en contra del uso de condones. Pero no fue hasta 2004 que sus creencias se desparramaron con clareza sobre su obra, anteriormente premiada con dos Oscar, a mejor película y mejor director, por Braveheart. Su visión bíblica y sin matices de La Pasión de Cristo le valió acusaciones de antisemitismo – reforzadas por unas desastrosas declaraciones posteriores según las cuales “los judíos tienen la culpa por todas las guerras del mundo”. Al parecer, no la tienen por la poco sutil guerra santa de Mel Gibson.
Doce años después – y una década tras su última aventura en la dirección, con Apocalypto –, Gibson vuelve a emplearse en el proselitismo religioso. En Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge), presenta la inspiradora historia real de Desmond Doss (vivido por Andrew Garfield, de Spiderman y La red social), un cristiano que, diferentemente de otros objetores de conciencia, se alistó deliberadamente en el ejército estadounidense durante la II Guerra, pero no para luchar, sino para ayudar a las tropas como médico. Al rehusar coger un arma, Doss tuvo que enfrentarse a un juicio militar, pero consiguió ser enviado a Japón, donde, nos cuenta la película, protegido únicamente por su fe, salvó a docenas de compañeros de batallón. La peripecia del hombre contra el entorno hostil, tantas veces repisada, gana aquí un curioso elemento extra: la nada despreciable ayuda de Dios.
Del guión sencillo de Andrew Knight y Robert Schenkkan no queda fuera la esperada secuencia en que nuestro héroe cuestiona sus propias creencias, inmerso en un baño de sangre casi tan crudo y vívido como el sufrido por el protagonista de “La Pasión de Cristo” – uno de los más brutales ejercicios de sadismo que el cine comercial ya conoció. La respuesta divina no se hace esperar y provoca una profunda transformación, si no en el rígido e inflexible Doss, seguramente en su entorno. Hasta los menos creyentes, como el sargento Howell (Vince Vaughn) o el capitán Glover (Sam Worthington), se rinden de alguna forma a la fuerza mística. Todos, excepto los japoneses, que, no tocados por la salvación cristiana, recurren a la barbarie y a los suicidios, descripción superficial y plagada de maniqueísmo que ya viene cosechando protestas en el país asiático.
En una película con poco espacio para la reflexión, Gibson no defrauda al espectador que espera secuencias electrizantes: las batallas, muy bien dirigidas, son cruentas, humanizadas por una mirada cercana, hombre a hombre. Y la notable fotografía de Simon Duggan ayuda a contar de manera precisa los claroscuros de la guerra, aunque la puesta en escena sufra con explicitudes como ratones devorando cuerpos y semejantes píldoras de la estética de Mel Gibson. Vendido como un elogio del pacifismo, este filme se revela algo muy distinto: un instrumento más de adoctrinamiento religioso y fetichismo sádico del director.

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