HANDIA- por Ricardo Garijo Lima

El trio vasco formado por Jon GarañoJose Mari Goenaga y Aitor Arregi regresa a la cartelera con Handia. Los responsables de Loreak firman el guion de este filme que cuenta la fábula del gigante de Altzo, una historia basada en hechos reales. En el caso de Loreak, Garaño fue acompañado en la dirección por Goenaga, quien en esta ocasión se limita al guion, intercambiándose roles con Arregi, que ahora hace las funciones de codirector junto a Garaño.
Más allá del equipo, las cintas comparten mucho, empezando por el cuidado aspecto visual, que consigue planos de auténtica belleza sin sumirse en el preciosismo. La obra continua el estilo sobrio que se plantea en Loreak, permitiendo que sea la historia lo que prime.
La película gira en torno a dos hermanos de un cortijo vasco que, tras la guerra, recorren el mismo camino pero desde perspectivas distintas. Por una parte, está Martin, quien perdió la movilidad de su brazo derecho, pero cuyo verdadero cambio ha sucedido en su interior, devastado tanto por la guerra como por la decisión de que fuese él quien debía acudir al frente. Por la otra está Joaquin, que vive anclado en el pasado, esperando a su hermano para retomar sus planes y quien sigue siendo el mismo de siempre, salvo por el hecho de que se ha convertido en un gigante de más de dos metros.

La constante yuxtaposición sirve de terreno de batalla para los conflictos internos de los hermanos, quienes, debido a su amor mutuo, se ven forzados constantemente a ponerse en la posición del otro, cuando es lo que menos desean. En otra escala se encuentra el debate entre lo que se es, y lo que se aparenta ser. Un concepto arraigado en la mayor de las luchas: lo que la gente espera de nosotros contra lo que queremos.
La pareja de directores acierta volviendo a tomar un enfoque cercano a sus personajes, analizando su humanidad como ya hicieron con los personajes de Loreak. Sin embargo, aun con todas las similitudes, nos encontramos frente a películas muy distintas.

Empezando por el hecho de que, a pesar de estar estructurada (tanto a niveles de fondo como de forma) de manera elegante y eficiente, la película no posee la magia con la que sí contaba su predecesora.
Esto sin duda se debe a que el elemento que hace que avance la historia, el gigantismo de Joaquin, constantemente vuelve para importunarles. Los creadores, con gran habilidad, esquivan el entrar en los derroteros que Lynch ya contó de forma impecable en El hombre elefante (1980), pero a pesar de ello la atención del espectador es secuestrada por momentos, alejándola de lo verdaderamente importante: el esfuerzo de los hermanos por volver a encontrarse.

La hermosa catarsis final, que llega en lo que aparenta ser un detalle sin importancia, como lo es el que un extraño los confunda por ser la misma persona o el abrazo sincero que comparten, se ve minada por una sensación de extrañeza difícil de explicar, que se debe a que una de las piezas no encaja del todo.

Terminamos por sentirnos como Martin, cuando se arma de valor para realizar a su padre esa pregunta que le ha estado carcomiendo durante tanto el tiempo y para la que nunca recibe respuesta. Porque al final lo que importa no es dónde fueron a parar los huesos de Joaquin, sino que allá donde fueran, los hermanos de una forma u otra siempre estuvieron juntos. 



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