La acción se desarrolla en Hungría, a finales del régimen comunista, en medio de una aldea que se ve afectada por una grave crisis que se manifiesta, por ejemplo, en el libre albedrío de las reses que se desperdigan desde una granja colectiva. Es el escenario perfecto para la desolación de un Béla Tarr que plantea dilemas morales que van desde lo básico -el bien contra el mal- hasta lo más complejos -el individuo contra el colectivo-, y que se deriva en una reflexión sobre el aislamiento social, tan en boga actualmente. En la aldea solo quedan unos ocho habitantes y sus malogrados sueños se ven ofuscados día tras día por las interminables lluvias del inminente otoño. Y cada uno de los personajes tiene su lugar y su tiempo, durante el mismo día: el cineasta húngaro nos invita a identificarnos con ellos y sus pensamientos a través de largas tomas de hasta 10 minutos de duración en un riguroso blanco y negro. Son el paradigma de la miseria humana, sí, porque llegan a ser ruínes y mezquinos entre sí, pero a la vez dejan filtrarse trazas de un espíritu de convivencia que cada vez pierde más su sentido. Comienzan a urdirse conspiraciones, secretos entre los pueblerinos que planean marcharse con todo el dinero recolectado en el último año y abandonar esa vida que los tiene abocados al fracaso, pero a la que se aferran como alcohólicos a una botella de vodka. Se anuncia la llegada de alguien que había estado desaparecido durante un año y medio, el llamado Irimías, un falso profeta al que todos parecen temer y a la vez idolatrar, que tiene un plan para el pueblo y que pondrá en entredicho el destino de cada uno de los habitantes.