La historia arquetípica de iniciación que cuenta Levan Akin en Solo nos queda bailar se centra en Merab, un joven bailarín que busca llegar a la excelencia por todos los medios, al estilo de Miles Teller en Whiplash (2014). A diferencia de lo que pueda parecer a simple vista, la danza tradicional en Georgia es una forma de expresión hipermasculina, que gira sobre la rigidez y la fuerza. Como el severo y agresivo tutor de Merab recuerda a sus alumnos: «no hay sitio para la debilidad en el baile georgiano».
El problema de Merab, es que no es tan masculino como sus compañeros, y su feminidad, por extensión, se percibe como fragilidad. En esas llega un nuevo bailarín y explota su verdadera naturaleza sexual, a pesar de tener como novia a su compañera de baile desde los 10 años. La forma en la que todo esto ocurre es tan delicada y orgánica como la de Call me by Your Name (2017) pero, con todo el respeto por el film de Guadagnino, en Solo nos queda bailar es mucho más creíble y significativa.
Cada escena funciona junto a la anterior para construir una sólida estampa de una sociedad en la que los roles masculinos y femeninos están fuertemente definidos, y cualquier variación es romper el débil equilibrio. Un film delicado y duro que muestra la realidad social de Georgia como una radiografía.